Una de las reflexiones más importantes
desde las ciencias sociales, al pensar como se ha construido el Estado en
nuestro país, nos ha hablado de “dos Perués”: uno moderno y occidental; el otro
tradicional y originario. Uno que parece haberse subido al tren del desarrollo
casi al vuelo y siempre mirando al exterior, el otro parece observar solo hacia
dentro, desconfiando de lo de fuera y sintiéndolo como una amenaza. Un Perú que
parece ser respetuoso de la legalidad y de las instituciones que la
representan, otro que establece justicia en sus propios términos y dentro de
sus propias concepciones de la ley.
Sin embargo, esta representación de
nuestra sociedad puede pecar de un dicotomismo (división en dos) poco
conciliado con la realidad. Y es que lo criticable desde esta percepción es
representar al Perú dividido en dos compartimentos que no tienen contacto,
carente de intercambio en sus zonas de encuentro y de frontera, sin reconocer
que en la modernidad hay algo de tradición como en la tradición algo de
modernidad. Esta mirada encasilla “a cada Perú” en espacios vecinos y al mismo
tiempo separados.
Esta reflexión surge a propósito de
una noticia que nos hace nuevamente pensar en cuan efectiva es esta visión dual
del Perú. Un grupo de pobladores del poblado San José de Alto Kuviriani,
distrito de Pichanaqui, provincia de Chanchamayo en Junín asesinaron a una
mujer acusándola de brujería. La información narra que la mujer fue quemada
luego de estar varios días encerrada. Los comuneros, desesperados por las enfermedades gastrointestinales que
venían afectándolos, así como por la aparición de plagas de insectos y otros
bichos que arruinaban sus sembríos, buscaron un culpable terrenal. Elena
Cabreloy Jayunga reunía todos los requisitos y de curandera pasó a ser la bruja
mala del pueblo.
Desde la mirada del pluralismo
jurídico, que el Estado peruano contempla en su constitución, existe un
reconocimiento a las formas de justicia consuetudinaria (tradicional) que
poseen y siguen poniendo en práctica algunas comunidades de nuestro país. Esta
se expresa muchas veces en procedimientos que penan delitos como el robo, el
abuso de autoridad e incluso recientemente la infidelidad con castigos que van
desde unos latigazos en frente de toda la comunidad, el rapado del cabello, la
expulsión del pueblo, hasta cruentas golpizas que pueden incluso conducir a la
muerte. Sin embargo, en este desencuentro entre el derecho oficial y el
tradicional, parece existir una suerte de límite en la aplicación de aquellas
sanciones y es lo que algunos especialistas llaman el “principio de la
repugnancia”. Este consiste en que aquellas sanciones que constituyan un
atentado contra la dignidad y la integridad de los individuos no son reconocidas
como válidas por la justicia oficial y más bien son criticados. Este principio
parece establecer una suerte de demarcación entre lo que el derecho oficial
tolera y aquello que no solo no reconoce, sino además combate. En el caso de la
supuesta bruja causante de los males del poblado de San José, no solo estamos
frente a una acusación en la que difícilmente se podrían presentar pruebas
(habría que establecer una relación de carácter mágico entre un determinado
elemento y una supuesta reacción causada por este), sino también frente a un
asesinato de una mujer cuyo delito fue haberse convertido en el chivo
expiatorio que explique los males de la comunidad.
Pero, ¿Qué pasa en el otro Perú? Ha sido
muy interesante leer los comentarios de los lectores de esta noticia. Por
ejemplo algunos de ellos: “la
policía debe capturar terrucos y narcos y no a estos primitivos. Falta de
objetivos policiales”, “fanatismo religioso y supercherías de ignorantes. Sí el
dinero ROBADO por los corruptos fuese empleado para darle EDUCACIÓN DE CALIDAD
a todos y cada uno de los peruanos, entonces tendríamos menos analfabetos,
menos cucufatos y menos oscurantismo, y POR FIN tendríamos una DEMOCRACIA. La
democracia no existe en ningún país poblado por hordas de borregos, analfabetos
y salvajes.”
Es interesante
percibir como desde este Perú oficial, occidental, moderno, que tiene acceso a
internet, la mirada sobre quienes perpetraron este crimen utilice adjetivos
como salvajes, primitivos, borregos. ¿Su puede utilizar estos calificativos
para explicar una determinada conducta? De hecho y nuevamente desde la
perspectiva del pluralismo jurídico, existía una suerte de atenuante de
carácter cultural. Este consistía en reducir la pena si el infractor era un
indígena o un nativo amazónico. Estos calificativos, nuevamente bajo la mirada
de los “dos Perués”, pueden terminar restando responsabilidad a los
perpetradores bajo el supuesto que su condición de salvajes les impide cierto
discernimiento entre el bien y el mal. Las ciencias sociales y en particular la
antropología han sido cada vez más cuidadosas en utilizar estos términos que
pretendían clasificar la humanidad bajo los criterios de superioridad
(civilizados) e inferioridad (salvajes) porque cayó en la cuenta que ello traía
más problemas que soluciones. No estamos frente a salvajes, sino frente a
ciudadanos que deben responder a la justicia frente a un crimen cometido. La
diferencia cultural no debe convertirse en excusa ni menos en impunidad.