miércoles, 28 de abril de 2010

Los limites de la tolerancia


Hace algo más de un mes recibí un correo electrónico al cual, en principio, no le di mucha importancia. Llevaba como título ‘casamiento musulmán masivo’. Desde mi prejuiciada mirada occidental, la imagen que vino a mi mente era precisamente la de nuestros matrimonios masivos, con varias decenas de parejas de distintas edades, tamaños y colores ávidos por recibir el sacramento del matrimonio, solo que esta vez desde la religión que fundó Mahoma.

Al recibir el mismo correo por segundo vez mi curiosidad no pudo resistir abrirlo y ver de qué se trataba. Efectivamente, coincidiendo inicialmente con la primera imagen que tuve, se trataba de un matrimonio con 450 novios, solo que se casaban con niñas menores de 10 años en Gaza, en el Medio Oriente. Si, ha leído bien, 450 parejas que en agosto del año 2009 se unieron frente a familiares y autoridades locales, todos provenientes del cercano campo de refugiados de Jabalia. La crónica cuenta que cada novio, que en promedio contaba con 20 años de edad, recibió 500 dólares como regalo de boda. Las niñas, además de un vestido y un maquillaje chillón, completaban el ajuar con sendos ramos de novia.

¿Este tipo de unión es excepcional en el mundo musulmán? Al parecer no, ya que el Centro Internacional de Investigación Sobre Mujeres estima que, actualmente, hay 51 millones de niñas desposadas que viven en el planeta tierra y casi todas en países musulmanes. 29% de esas niñas desposadas son golpeadas regularmente y abusadas por sus esposos en Egipto; 26% sufren un abuso similar en Jordania. Es más, la tradición parece apoyarse en el mismo Mahoma, quien desposó a Aisha, tercera y predilecta esposa del profeta, cuando ella tenía 5 o 6 años y Mahoma 54 años. El matrimonio se consumó 3 años después, según narra la misma Aisha: “Mi madre vino hacia mí cuando me estaban meciendo en un columpio entre dos ramas. Mi cuidadora me lavó la cara y me llevó de la mano. Cuando llegamos a la puerta se detuvo para que yo recuperara la respiración. Me introdujeron en la habitación, donde esperaba el Profeta sentado en una cama de nuestra casa. Mi madre me hizo sentar en el regazo de él. Entonces, los hombres y mujeres se levantaron y nos dejaron solos. El profeta consumó el matrimonio conmigo en mi casa cuando tenía nueve años.” (Aisha: Tabari Hadith, 9. 131)

El lector probablemente ya ha establecido una posición que condena, sin duda alguna, este tipo de prácticas y está seguro que debería existir algún tipo de sanción. Sin embargo el asunto no es tan sencillo. A mediados del siglo pasado los Derechos Humanos (DDHH), en un contexto post Segunda Guerra Mundial, aparecían como el instrumento ideal para impedir cualquier tipo de practica que vulnere la dignidad del hombre, al margen de sus características sociales, económicas o culturales. No obstante, una de las barreras más importantes que han encontrado los DDHH es precisamente esta suerte de relativismo cultural con el que se pretende defender ciertas tradiciones. Desde esta mirada, cada cultura posee el derecho de organizarse y vivir en función a los valores, tradiciones, normas y costumbres que considere importantes. Es mas, considera como una intromisión cualquier juicio de valor que se pueda establecer sobre alguna tradición en particular.

Como concepto antropológico, el relativismo cultural aparece en los años 20 del siglo pasado como una respuesta a la mirada eurocéntrica que dividía arbitrariamente en salvajes, bárbaros y civilizados a los diferentes pueblos. Europa, naturalmente, aparecía como el ideal de desarrollo al cual debían apuntar aquellas culturas consideradas premodernas. Este relativismo buscaba revalorar las diferentes tradiciones culturales bajo el lema que no hay culturas superiores o inferiores y que cada cultura se debe juzgar en función a sus propias características. Este nuevo relativismo parece convertirse en la excusa que permite la subsistencia de prácticas cuestionables.

Los DDHH, sin desconocer la potestad que poseen las culturas en manifestarse y vivir bajo sus tradiciones, propone un conjunto de mínimos necesarios para que estas mismas tradiciones no terminen por atentando contra la dignidad del hombre. Aunque muchas veces se les acusa que llevar consigo un origen occidental que les quita cierta neutralidad al juzgar diferentes tradiciones culturales, es preciso no olvidar que una característica esencial de los DDHH es que son autoreferenciales, es decir, que son en si mismos una fuente de referencia por el solo hecho de existir.

Después de estas breves reflexiones las preguntas que parecen desprenderse son: ¿hasta donde es posible tolerar determinadas manifestaciones culturales? ¿Cuáles son los límites de esta tolerancia? ¿Como poder intervenir sin que las culturas sientan vulneradas su autonomía? ¿Cuan autónomas son las culturas cuando sus tradiciones vulneran derechos básicos? El caso que hemos mencionado al inicio de este artículo es tan solo un pequeño ejemplo de los retos que plantea la diversidad cultural en un mundo que no solo ha globalizado bienes y servicios, sino que ha permitido extender el manto de los derechos básicos a todos, aunque ello, por el momento, no sea suficiente.

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