martes, 7 de junio de 2011

E – LECCIONES


Es probable que cuando se lea este artículo, los peruanos ya sabremos quien guiará el rumbo del Estado los próximos cinco años. Dependiendo quien haya obtenido la victoria, los próximos días posiblemente tendrán una dinámica similar a las jornadas mas intensas de campaña. La economía peruana nuevamente se someterá a los vaivenes caprichosos del post escenario electoral: subidas o bajadas de la bolsa, del dólar, inversiones que decidieron acercarse o finalmente retirarse. Todo lo anterior fiel reflejo de cómo se ha construido (o destruido) la opinión pública en las últimas semanas, donde el antagonismo, la fragmentación, el fatalismo y, especialmente, la intolerancia han sido los marcos desde los cuales se intentaba construir la realidad. El miedo y el desaliento, que durante la segunda vuelta cumplieron un rol funcional a los intereses de un determinado sector, posiblemente en los días que vienen sigan teniendo un rol protagónico. La esperanza tal vez irrumpa tímidamente, en unos casos para respirar aliviados y pensar que todo no fue mas que una pesadilla progresista de aquellos que no saben lo que mas les conviene; en otros casos aferrándose a la idea que el cambio es no solo necesario sino, ahora, posible. Sin embargo, ¿Cuánto hemos aprendido como ciudadanía a partir de este proceso electoral? ¿Qué tareas quedan pendientes como Estado, como sociedad civil, como ciudadanía en general? ¿Por qué, cada cinco años, se va haciendo cada vez más difícil elegir entre una u otra opción?

Una primera lección que considero valiosa es la urgente necesidad de enfrentar la desigualdad. Han corrido ríos de tinta tratando de explicar una relación casi esquizofrénica entre crecimiento económico y malestar social que se resumía con la pregunta: ¿Por qué si al país le va tan bien, a mi me sigue yendo mal? De un lado cifras que insistían en la disminución de la pobreza (que según datos del INEI ha bajado a 31%), mayor niveles de crédito de consumo, mejores puestos en las calificadores de riesgo internacional (que miden, entre otras cosas, el clima de inversión en un país), mayor movimiento inmobiliario, mayor número de personas con tarjeta de crédito, con celular, con Internet, con carro o con departamento nuevo. Pero del otro lado una conflictividad social creciente, administración ineficiente de servicios como la salud, un magisterio desmoralizado o a la defensiva, mayores índices de empleo pero en condiciones precarias, mayores niveles de inseguridad ciudadana y corrupción en el aparato público. ¿Estamos entonces frente a dos realidades distintas?, ¿hemos regresado a la colonia donde se estableció una división entre la ‘república de españoles’ frente a una ‘república de indios’, cada una con un orden social definido?, ¿O frente a dos Perú, uno real que crece a casi 9 % y otro paralelo, con perros del hortelano o una ciudadanía ‘tristona’, que no reconoce el avance aun cuando este pase por la puerta de su casa y un presidente que quisiera tener un país mas ‘plano’? ¿Son terroristas, resentidos, agitadores quienes exigen un poco mas de justicia? ¿Pecan de individualistas los que defienden el modelo del mercado?

Una segunda lección valiosa es la necesidad de fortalecer instituciones. Una herencia de la década de los ’90 fue precisamente el quiebre institucional. Empezando por los partidos políticos (que desde entonces gozan de desconfianza generalizada), los poderes del Estado, los medios de comunicación, la ciudadanía ya no creía en ellos. Ya no los representaba, habían perdido una cualidad de las instituciones sociales: la capacidad de canalizar y expresar el conjunto de demandas de la sociedad. En la actualidad se menciona la necesidad de fortalecer a los partidos políticos, ya que ellos permiten encauzar el conjunto de peticiones que se recogen desde la sociedad. Ante la ausencia de este espacio intermedio, las demandas se expresan directamente, sin filtro ni control, a través de huelgas, paros, bloqueos de carreteras, etc. Solo en la medida que logremos consolidar instituciones más fuertes, autónomas y que respondan adecuadamente a los intereses de la población, podremos construir una sociedad en la cual la convivencia, el respeto a las normas, la democracia y la justicia puedan ser reconocidas por cada vez mayores ciudadanos como un conjunto de valores mínimos necesario para poder vivir juntos. Mientras tanto, y con la herida abierta que puede dejar esta elección, desgraciadamente el escenario es poco alentador y debemos alistarnos para asistir a nuevos conflictos sociales.

Finalmente, aunque no se ha mencionado en campaña, el reconocimiento se convierte en una clave esencial en la configuración de un nuevo Estado. Mas allá de la redistribución, que se ha convertido en una de las banderas de algunos candidatos y que pretende enfrentar la desigualdad, aparece la idea del reconocimiento. Este no apunta exclusivamente a lo económico, sino apunta a lo cultural, lo simbólico, lo identitario, dimensiones que están presentes en cualquier individuo (no solo, como equivocadamente se piensa, en las comunidades nativas). Un Estado que no solo administre mejor la riqueza y el poder, sino que sea capaz de ‘reconocer’ el derecho a la ‘diferencia’ de sus ciudadanos, ganará en legitimidad y sus acciones serán respetadas y valoradas por la ciudadanía. Un Estado que parece existir solo para sus ‘iguales’ (blancos, varones, urbanos, costeños, castellanos, educados, modernos) esta condenado, cada cierto tiempo, a recibir una factura que dramáticamente le extiende ‘el resto’. Y ‘el resto’ no es unos cuantos. Es la mayoría.